-No mames, la cama llega hasta el piso –te contestó, seguramente.
-Bueno, entonces al clóset, ¡métete al clóset!
Mientras eso ocurría, yo estaba colgando las llaves y quitándome el saco.
-¡Ya llegué mi amor! –te grité desde la sala-. ¿Qué hay de comer?
-¡Ravioles! Ahorita te los caliento.
-No te preocupes mi vida, yo lo hago.
-¡Pinche mierda! ¡Soy una pinche mierda! –decías mientras dabas vueltas de un lado a otro de la recámara-. ¿Qué vamos a hacer? Ni modo que te quedes ahí encerrado toda la noche.
-Cuando se duerma me salgo de puntitas –debe haber susurrado el muy pendejo.
-No. Mejor lo distraigo en la cocina y tú aprovechas para salirte, ¿ok?
Mi estómago crujía de hambre, y los pinches ravioles necesitaban más tiempo en el microondas. Otro minuto, al menos.
-¿Preparaste agua, mi cielo?
-Sí, hice agua de melón. Está en el refri –respondiste, saliendo de la habitación.
Entraste a la cocina y me serviste un vaso, y luego otro, porque a decir verdad venía muy sediento.
-¿Cómo te fue en la oficina? –inquiriste como todos los lunes a viernes desde que nos casamos.
-Bien. Mucho trabajo.
-¿Ya hablaste con tu jefe?
-¿Sobre qué? ¿El aumento?
-Ajá.
-No hubo oportunidad. Entramos a una junta y después no tuve un solo instante disponible.
-¡Ay mi amor, qué lástima! Realmente te mereces ese aumento. Ya será el lunes.
-Pues sí.
-Piiip, piiip, piiip, piiip –hizo el microondas, interrumpiendo el conato de charla.
Saqué el plato con ravioles y me quemé un dedo.
-¡Ay cabrón! –dije cuando eso sucedió.
Me llevé el dedo a la boca instintivamente, y lo chupé un poco. Se me puso rojo.
Tú insistías en que cenara en la cocina, que para no ensuciar el mantel, así que eso fue lo que hice. Me extrañó un poco que estuvieras tan inquieta, pero no lo suficiente como para preguntarte qué te pasaba.
-Creo que dejé la tele prendida. Voy a apagarla –dijiste.
-No escucho nada, pero anda.
Entraste al cuarto y fuiste directo al clóset. Cuando lo abriste, ahogaste un “ay” en lo más profundo de tu garganta.
-¿Por qué sigues aquí? ¡Debiste aprovechar para irte! –reprochaste al hombre desnudo que estaba dentro del clóset.
-¿Yo cómo iba a saber? Nunca me diste la señal.
-¿Cuál señal? ¿Querías que te gritara “oye, ya puedes irte, mi esposo está distraído”?
En el plato quedaban unos tres ravioles y yo me disponía a pinchar uno de ellos, cuando mi celular vibró.
-Pilar –decía la pantallita del celular.
-¿Bueno?
-Hola cosa, ¿cómo estás?
-Ya te he dicho que no me hables a esta hora –te dije en voz muy baja.
-Es que te extraño, cosa.
-Y yo también, pero mi mujer se puede dar cuenta.
-¿Por qué no vienes a verme? Quiero darte unos besitos.
-¿Ahora? ¿Estás loca? ¿Y qué le digo a mi esposa?
-No sé, cualquier tontería. Dile que vas por unos cigarros.
Colgué y volví al plato de ravioles. Ensarté los tres que quedaban y me los metí de bulto a la boca. Luego, otro vaso de agua de melón.
-Tengo ganas de ver una película. Voy a ir a rentar una –te avisé desde la sala.
-Sí, mi amor. No te tardes mucho porque me pongo de nervios, ¿sí?
-No te preocupes. Vuelvo pronto.
Que la mentira funcionara nubló cualquier sospecha que me pudiera haber provocado tu falta de interés por escoger la película, así que sin más, salí rumbo a casa de Pilar.
-¡Uff! Eso es suerte. Ahora sí ya me voy –dijo el desnudista al salir del clóset.
-El videoclub está a 15 minutos de aquí, ¿por qué no acabas lo que empezaste? –le sugeriste con esa mirada lasciva que tienes cuando estás cerca de una cama.
-¿Y si vuelve? ¿Y si olvidó la cartera, o las llaves del coche?
No bien terminó de decir esas palabras cuando tú ya estabas encima de él, encuerada también.
Pilar se me colgó como koala apenas abrió la puerta, y me empezó a besar cuello, boca y orejas.
-Te extrañaba mucho –me dijo.
Nos fuimos a su cuarto e hicimos el amor sin nada que se opusiera: ni mi mujer, ni su marido, ni el enfadoso látex de un condón. Cuando terminamos me abrazó muy fuerte y me pidió que me quedara, a lo que respondí con un beso en la frente.
Estaba por irme de su casa cuando recordé que tenía que regresar con una película, así que tomé la primera que encontré en la colección de Pilar, y luego me despedí de ella.
Tú, por tu parte, viste el reloj y te percataste de que ya habían pasado 45 minutos desde que había salido, así que te vestiste aprisa, y le pediste al desnudista que hiciera lo mismo.
-¡Mi calcetín! ¡No encuentro mi calcetín! –me imagino que dijo angustiado el tarado ése.
-¡No importa! ¡Ya vete, vete!
Lo acompañaste a la puerta y se besaron. A él le gustaba masticar tu labio inferior, y tú preferías siempre el superior, así que tenían un gran entendimiento a la hora de besarse.
-¡Vete, vete!... ¡No!... ¡Espera! –le dijiste y volvió hacia ti, tomaste su cara con tus manos, lo besaste de nuevo, y posteriormente lo dejaste ir.
Salió corriendo a toda velocidad. Un par de cuadras más adelante se le salió el zapato del pie en el que no traía calcetín. Se lo puso y siguió corriendo.
Cuando yo llegué tú te estabas poniendo la pijama.
-¡Hola mi amor! Había una cantidad de gente que ni te imaginas.
-No te preocupes mi vida... ¿qué rentaste?
-Ésta de... –no había visto siquiera el título, así que lo hice disimuladamente- de... Pedro Infante... sí. Todo un clásico.
Puse la película en el reproductor de DVD, y ambos nos metimos bajo las cobijas. Ninguno de los dos dijo una sola palabra con respecto al calcetín y la credencial del videoclub que estaban sobre el reproductor.
-Amorcito corazón... –sonó Pedro Infante, en sistema surround-, mientras nos dábamos el beso de buenas noches.