sábado, 5 de mayo de 2007

Cama para cuatro

-¡Métete abajo de la cama! –supongo que le dijiste.

-No mames, la cama llega hasta el piso –te contestó, seguramente.

-Bueno, entonces al clóset, ¡métete al clóset!

Mientras eso ocurría, yo estaba colgando las llaves y quitándome el saco.

-¡Ya llegué mi amor! –te grité desde la sala-. ¿Qué hay de comer?

-¡Ravioles! Ahorita te los caliento.

-No te preocupes mi vida, yo lo hago.

-¡Pinche mierda! ¡Soy una pinche mierda! –decías mientras dabas vueltas de un lado a otro de la recámara-. ¿Qué vamos a hacer? Ni modo que te quedes ahí encerrado toda la noche.

-Cuando se duerma me salgo de puntitas –debe haber susurrado el muy pendejo.

-No. Mejor lo distraigo en la cocina y tú aprovechas para salirte, ¿ok?

Mi estómago crujía de hambre, y los pinches ravioles necesitaban más tiempo en el microondas. Otro minuto, al menos.

-¿Preparaste agua, mi cielo?

-Sí, hice agua de melón. Está en el refri –respondiste, saliendo de la habitación.

Entraste a la cocina y me serviste un vaso, y luego otro, porque a decir verdad venía muy sediento.

-¿Cómo te fue en la oficina? –inquiriste como todos los lunes a viernes desde que nos casamos.

-Bien. Mucho trabajo.

-¿Ya hablaste con tu jefe?

-¿Sobre qué? ¿El aumento?

-Ajá.

-No hubo oportunidad. Entramos a una junta y después no tuve un solo instante disponible.

-¡Ay mi amor, qué lástima! Realmente te mereces ese aumento. Ya será el lunes.

-Pues sí.

-Piiip, piiip, piiip, piiip –hizo el microondas, interrumpiendo el conato de charla.

Saqué el plato con ravioles y me quemé un dedo.

-¡Ay cabrón! –dije cuando eso sucedió.

Me llevé el dedo a la boca instintivamente, y lo chupé un poco. Se me puso rojo.

Tú insistías en que cenara en la cocina, que para no ensuciar el mantel, así que eso fue lo que hice. Me extrañó un poco que estuvieras tan inquieta, pero no lo suficiente como para preguntarte qué te pasaba.

-Creo que dejé la tele prendida. Voy a apagarla –dijiste.

-No escucho nada, pero anda.

Entraste al cuarto y fuiste directo al clóset. Cuando lo abriste, ahogaste un “ay” en lo más profundo de tu garganta.

-¿Por qué sigues aquí? ¡Debiste aprovechar para irte! –reprochaste al hombre desnudo que estaba dentro del clóset.

-¿Yo cómo iba a saber? Nunca me diste la señal.

-¿Cuál señal? ¿Querías que te gritara “oye, ya puedes irte, mi esposo está distraído”?

En el plato quedaban unos tres ravioles y yo me disponía a pinchar uno de ellos, cuando mi celular vibró.

-Pilar –decía la pantallita del celular.

-¿Bueno?

-Hola cosa, ¿cómo estás?

-Ya te he dicho que no me hables a esta hora –te dije en voz muy baja.

-Es que te extraño, cosa.

-Y yo también, pero mi mujer se puede dar cuenta.

-¿Por qué no vienes a verme? Quiero darte unos besitos.

-¿Ahora? ¿Estás loca? ¿Y qué le digo a mi esposa?

-No sé, cualquier tontería. Dile que vas por unos cigarros.

Colgué y volví al plato de ravioles. Ensarté los tres que quedaban y me los metí de bulto a la boca. Luego, otro vaso de agua de melón.

-Tengo ganas de ver una película. Voy a ir a rentar una –te avisé desde la sala.

-Sí, mi amor. No te tardes mucho porque me pongo de nervios, ¿sí?

-No te preocupes. Vuelvo pronto.

Que la mentira funcionara nubló cualquier sospecha que me pudiera haber provocado tu falta de interés por escoger la película, así que sin más, salí rumbo a casa de Pilar.

-¡Uff! Eso es suerte. Ahora sí ya me voy –dijo el desnudista al salir del clóset.

-El videoclub está a 15 minutos de aquí, ¿por qué no acabas lo que empezaste? –le sugeriste con esa mirada lasciva que tienes cuando estás cerca de una cama.

-¿Y si vuelve? ¿Y si olvidó la cartera, o las llaves del coche?

No bien terminó de decir esas palabras cuando tú ya estabas encima de él, encuerada también.

Pilar se me colgó como koala apenas abrió la puerta, y me empezó a besar cuello, boca y orejas.

-Te extrañaba mucho –me dijo.

Nos fuimos a su cuarto e hicimos el amor sin nada que se opusiera: ni mi mujer, ni su marido, ni el enfadoso látex de un condón. Cuando terminamos me abrazó muy fuerte y me pidió que me quedara, a lo que respondí con un beso en la frente.

Estaba por irme de su casa cuando recordé que tenía que regresar con una película, así que tomé la primera que encontré en la colección de Pilar, y luego me despedí de ella.

Tú, por tu parte, viste el reloj y te percataste de que ya habían pasado 45 minutos desde que había salido, así que te vestiste aprisa, y le pediste al desnudista que hiciera lo mismo.

-¡Mi calcetín! ¡No encuentro mi calcetín! –me imagino que dijo angustiado el tarado ése.

-¡No importa! ¡Ya vete, vete!

Lo acompañaste a la puerta y se besaron. A él le gustaba masticar tu labio inferior, y tú preferías siempre el superior, así que tenían un gran entendimiento a la hora de besarse.

-¡Vete, vete!... ¡No!... ¡Espera! –le dijiste y volvió hacia ti, tomaste su cara con tus manos, lo besaste de nuevo, y posteriormente lo dejaste ir.

Salió corriendo a toda velocidad. Un par de cuadras más adelante se le salió el zapato del pie en el que no traía calcetín. Se lo puso y siguió corriendo.

Cuando yo llegué tú te estabas poniendo la pijama.

-¡Hola mi amor! Había una cantidad de gente que ni te imaginas.

-No te preocupes mi vida... ¿qué rentaste?

-Ésta de... –no había visto siquiera el título, así que lo hice disimuladamente- de... Pedro Infante... sí. Todo un clásico.

Puse la película en el reproductor de DVD, y ambos nos metimos bajo las cobijas. Ninguno de los dos dijo una sola palabra con respecto al calcetín y la credencial del videoclub que estaban sobre el reproductor.

-Amorcito corazón... –sonó Pedro Infante, en sistema surround-, mientras nos dábamos el beso de buenas noches.

500 pesos

Puros poemas baratos. Y tres o cuatro mujeres. Algunas cervezas. Y muy, muy poca inspiración. Así no se puede hacer nada.

-Por eso no he hecho nada -expliqué a mi editor.

-¡No sólo no has hecho nada, sino que además las últimas cosas que me has dado son copias vulgares de textos sobradamente conocidos!

En mi defensa pude haber alegado que cuando uno duerme bien no escribe nada bueno y tiene que recurrir al plagio, pero solamente prendí otro cigarro.

-Quiero mis 500 pesos. Eso es todo.

Me miró como una mujer a quien no le contestas un “te amo” con otro. Después se arremangó la camisa como una mujer cuando se sube las medias en la cama tras no decirle que la amas. Y posteriormente me gritó hasta de lo que me iba a morir, como una mujer cuando sale furiosa de tu apartamento sólo por no decirle lo que quería escuchar.

-Déme mis 500 pesos y me voy. Sin escándalos. En completa calma. Sin tirarle el café en su bonito escritorio de corte vanguardista.

-¡No le voy a dar nada, porque no ha hecho nada!

-He pensado mucho en cuál debería ser mi siguiente columna. Incluso he pensado en ello mientras le hago el amor a varias mujeres. Así que, como verá, el trabajo intelectual ha sido el mismo.

-¡No se te paga por pensar, sino por escribir! Puedes leerlo en tu contrato.

-Lo sé. Pero no se lo estoy pidiendo de empleado a jefe, sino de hombre mediocre a hombre mediocre. Como puede ver, la naturaleza nos puso al mismo nivel, aunque la sociedad no. ¿Cree usted en dios?

-¡Eso no tiene nada qué ver! ¡Por supuesto que creo en Dios!

-Entonces hágalo por dios. Déme mis 500 pesos, por dios. ¿En qué dios cree usted?

-¡¿Qué carajo le importa en qué Dios creo?! ¡¿Qué cree que va a demostrar con eso?!

-No demuestro nada. Pero soy un hombre espiritual, como usted. ¿En qué dios cree?

-Soy católico, ¿y eso qué importa?

-Siempre es bueno saber. Hay dioses de todos los colores, tamaños y personalidades. Una vez en Sudamérica encontré una tribu en la que los hombres se cortaban el pene a los ocho años para ofrecérselo a su dios. Ninguna mujer sabía lo que era coger. A los niños los robaban de poblados cercanos cuando aún eran pequeños, y así se perpetuaban. Es la tribu más multicultural que existe en el mundo, sin duda.

-¿Es eso cierto?

-O lo soñé. Ya no me acuerdo. Pero por eso siempre pregunto a la gente si cree en dios, y en cuál. ¿Me va a dar mis 500 pesos o quiere un gran alboroto?

-¡Está usted loco! ¡No le voy a dar nada! Y es mejor que se vaya antes de que llame a seguridad.

-¿Los editores tienen un cuerpo de seguridad? Llevo trabajando aquí tres años y nunca he visto a un solo guardia.

-¡Eso es porque usted nunca viene a trabajar! No sé cómo pudimos aguantarlo tanto tiempo.

-Se debe a que usted es un hombre piadoso y compasivo, porque es católico. “El reino de los cielos es del hombre piadoso y compasivo con sus iguales”, lo dice en el evangelio de San Pedro, en la parábola del hombre piadoso y compasivo.

-¡No existe un evangelio de San Pedro!

-Pero si lo hubiera eso diría.

-¡Lárguese en este momento de mi oficina! ¡Y no quiero volver a saber más nada de usted!

-Me voy en cuanto me dé mis 500 pesos.

-Nunca había conocido a nadie que luchara tanto por tan insignificante suma. ¿Qué planea hacer con 500 pesos?

-Comprar cervezas. Y acostarme con un par de prostitutas. Si queda algo compraré una cajetilla de cigarros cubanos.

-¿Quiere decir que todo esto es por un poco de alcohol y sexo?

-Por eso es usted un hombre solitario. Porque en lugar de cogerse a su esposa y fumar unos buenos habanos está aquí discutiendo con su empleado.

-Ex empleado.

-Peor aun. Mientras su mujer se acuesta con otros tipos y prepara su sopa desnuda por la cocina con las cortinas abiertas, usted simplemente se preocupa por tener dinero para comprar sopa y cortinas.

-¡Le prohíbo que hable así de mi mujer! Usted ni siquiera la conoce.

-¿Cómo va su relación? ¿La ama? ¿Siente usted que ella lo ame? ¿Hacen el amor dos veces al día, o tan siquiera dos veces al mes?

-Bueno, la verdad es que hemos tenido dificultades. Pero solamente son los problemas comunes de una pareja. No sé por qué le cuento esto, ¡eso es algo que a usted no le importa!

-¿Pero se da cuenta de por qué me urgen esos 500 pesos? Esa “insignificante suma” me va a dar más vida que el que le dan a usted todos esos millones que tiene guardados en el banco, y los cuales su esposa derrocha sin consultárselo.

Prendí un nuevo cigarro, y mi editor me pidió uno, el último de la cajetilla. Por fin estábamos entendiéndonos. Los dos fumamos sin hablar, sin decir una sola palabra o hacer un solo ruido, más que el de las bocanadas. Casi en sincronía hundimos las colillas en el cenicero de cristal cortado que se encontraba a la mitad del escritorio.

Mi editor abrió el cajón de hasta arriba de su archivero y sacó un cheque. Lo llenó con 500 pesos para mí, y me lo dio. Después sumió la mirada en su bonito escritorio.

-Venga conmigo -le dije-, le invito una cerveza.

Escribe algo bonito

- ¡Por Dios!, escribe algo bonito de vez en cuando – reprochaste mientras me veías los huevos, aunque después lo negaras.
- Las tetas son bonitas, y escribo mucho de ellas. ¿Por qué me ves los huevos?, ¿quieres darles unas chupadas?
- ¡No! No te estaba viendo nada.
- Negaste mis testículos, y los negarás dos veces más antes de que cante el gallo.
- ¿Cuál gallo?
- Olvídalo, lo dice Jesús en la Biblia.
- ¡Jesús nunca habla de testículos! ¿Ves a lo que me refiero? ¡Hasta tus mentiras son vulgares!
- ¿Por qué vulgares? Existen aproximadamente 6,000 millones de testículos en el mundo, y tienes que aceptar que éstos son de los más bonitos –te dije al tiempo que me sacudía el par. – ¡Anda, tócalos!
- ¿Por qué ya no me haces poemas, como antes?
- Porque tú ya no estás buena, como antes.
- ¡Vete al diablo! Pinche escritor de mierda.
- ¿No te gusta la verdad?
- No me gustan los mediocres, como tú.
- Lo que pasa es que solamente te gusta que te digan lo que quieres escuchar. Como en los poemas que te daba, en donde hablaba de tus ojos bonitos y tus curvas bien definidas. Puras mentiras, ¿ves? Pero ahora me pagan por escribir otro tipo de mentiras, de borrachos y putas y las tetas de esas putas.
- Lo que pasa es que eres una mierda.
- Eso ya lo dijiste.
- No sabes escribir y por eso siempre hablas de putas.
- No me importa que tú lo sepas, siempre y cuando me den un cheque por hacerlo.
Te quedaste callada varios minutos, y no dejabas de mirarme los huevos.
- ¿Ya no te importo ni siquiera un poco? – comenzaste de nuevo.
- Me importas mucho. Sin tus mamadas no sé cómo podría seguir adelante.
- ¡Eres un idiota!
- Lo has dicho tanto que ha perdido su carácter ofensivo.
Dejaste de hablarme por varios días, hasta el martes pasado, cuando te di un poema.
- ¿Tú lo hiciste?
- Fue algo que escuché en el bar, pero me acordé de ti y lo apunté.
- ¿En serio?
- No. Yo lo hice.
Lo leíste, te saltaron un par de lágrimas y luego me estrujaste tan duro los huevos, que pensé que tendrían que arrancártelos de las manos para pegármelos de nuevo.
Tal vez Jesús debió hacerle un poema a Pedro.

Malas palabras

Lupita era la perra de mi papá. Y digo era porque murió misteriosamente atropellada por un chevy. Ella reunía todo lo detestable que una mujer pudiera tener, pero mi papá es medio pendejo. Por eso, en lugar de hablar de él y su perra, mejor hablaré de mi tío, que tiene muchas más perras y es más pendejo, pero también más divertido.

El otro día me llevó al circo. Dijo que le gusta ir ahí porque es el único lugar en donde ha visto a una mujer más fea que mi tía. Pero mi tía no es fea, porque siempre me regala dulces. Aunque, eso sí, tiene pelos en las piernas.

En el circo, además, había un tipo muy chiquito, como del tamaño de un pollo, pero cuando lo toqué para ver si no era uno desplumado no dijo pío sino me cagan los niños. Le pregunté a mi tío (que sabe todo) qué quería decir con eso el hombrecito-pollo. Nunca te fíes de los enanos, me respondió.

Mi tío conoce todas las groserías, y hasta inventa algunas cuando está muy enojado, por eso, cuando sé que voy a ir con él, llevo conmigo un pequeño bloc y un lápiz, para apuntarlas todas y después enseñárselas a mis amigos.

Así, cuando le pregunté qué es ser pendejo, dijo como tú papá. Por eso no se me olvida.

Me estaba comiendo un moco, cuando mi tío me dijo que iba a hacer la cosa que me había explicado el otro día, con la señorita de la barba, y luego entraron los dos a su carpa. También dijo que no tardaría.

Y así fue. No se habían caído ni dos trapecistas cuando mi tío ya estaba a mi lado, sobándole las barbas a aquella mujer.

El enano se paró delante de mí con un sombrero verde enorme y no me dejó ver a los payasos. Yo no le pedí que se moviera, porque quise seguir el consejo que me había dado mi tío, así que en vez de ver el show, aproveché el tiempo repasando las nuevas palabras que había aprendido.

Tuve que manejar de regreso a casa porque mi tío dijo estar muy pedo, pero yo no sé manejar, ni siquiera alcanzo los pedales, por eso tal vez atropellé a una perra, que se llamaba Lupita. Nunca había escuchado tantas malas palabras salir de la boca de mi tío como en ese momento.

¡Maté a tu perra, pendejo!, grité a mi papá tan pronto llegué a casa. Se sacó el cinturón y me golpeó hasta cansarse. No he vuelto a saber nada de mi tío.

¡Pinches taxis!

¡Pinches taxis! Me subí a uno en la mañana, para tomar camino al trabajo.

-¡Buenos días! –dije, y ni madres de respuesta. Es más yo creo que si no le hubiera dicho a dónde ir, el cabrón conductor se hubiera seguido hasta donde le diera la chingada gana, haciendo caso omiso de su cliente, o sea yo. No habría ido muy lejos, eso que ni qué, porque el cabrón parecía que quería que, a base de hueva, su taxímetro marcara los cuatro dígitos de mi quincena. Así de lento, el cabrón.

-Qué clima tan jodido, ¿no? –intenté de nuevo. Y nada. Sólo un pinche gruñido. Hasta empecé a pensar que el cabrón era mudo. Y seguía a paso de tortuga. Ni dos pinches cuadras habíamos avanzado desde que me subí. ¡Me lleva la verga!

-¡Muévelas, cabrón!-pensé en decirle, pero sus pinches brazotes de luchador de la AAA me intimidaron.- ¡¿Qué no ves que se me hace tarde, hijo de tu putisísima madre?!- pero nada. Tampoco se lo dije.

No íbamos ni a la mitad del trayecto a mi trabajo y yo ya estaba que me llevaba la mamá de la verga, quien, por cierto, merece un punto y aparte.

La mamá de la verga tuvo que salir adelante sola, ya que un cabrón (como el taxista) la dejó cuando supo que estaba embarazada. No obstante, la mamá de la verga siempre tuvo la fortaleza para darle a su pequeña verguita todo lo que necesitaba: un techo, alimentación, educación de primer nivel, pero tal vez se le pasó la mano e hizo que su retoño fuera un malcriado y travieso, que ya de grande, se empezó a llevar a todos los que estaban fuera de sus casillas.

En fin, yo ya estaba que me llevaba la mamá de la verga, pero nada de eso, me seguía llevando el cabrón taxista a paso de tortuga.

-¡Alcance a ese caracol, cabrón!- me atreví finalmente a decirle al cabrón.

El muy jijo de la chingada me volteó a ver con sus ojos de perro doberman, se apagó el cigarro en el brazo, se puso una máscara del Blue Demon, y me adoctrinó una putiza marca jurarás venganza.

El ojete (que había pasado de ser cabrón a ojete en mi muy particular escala de valores) me dejó tirado en un jodido lugar muy lejano a mi jodido trabajo, con la sangre chorreando hasta el culo y unos chipotes como los que no me hacía desde los ocho años al caerme de la bici.

Una güera de treinta y tantos años, muy parecida a la Sharon Stone, me encontró ahí hecho mierda y me llevó a su casa. Nos bañamos juntos y después hicimos el amor. Muchas veces. Luego invitó a sus amigas e hicimos el amor todos juntos.

Después todo valió madres porque me desperté y seguía bien madreado y ensangrentado. A mi lado pasó una güera como la de mi sueño y me pellizqué para no sufrir otra decepción. ¡A huevo! Ahora si estaba despierto. La güera me miró y permaneció así algunos segundos. Luego dijo “¡qué pinche asco!”, y salió corriendo como puta que lleva el diablo.

Hasta entonces se me ocurrió revisar mi nalga derecha. Al menos la cartera seguía ahí, y con el dinero intacto. O sea que el ojete me había madreado nomás para dejar claro que él va a la reputa velocidad que se le antoja.

Seguí a rastras por la banqueta, ahuyentando gente y haciéndolos curvear su camino recto (sí, recto como el que me chorreaba sangre, nomás que en otra acepción de la lengua, que siempre se adecua a la ocasión por sus pinches huevos), hasta que de pronto una voz ronca y más bien mamila retumbó en mi jodida cabeza. “¿Quiere que lo lleve, joven?”

-¡En la madre!- pensé, antes de ver que el pinche taxista que desprendía esa voz era otro al que me dejó ahí, jodido.

-¿Lo llevo o no?

-¿Cuál es la puta prisa?- me dije en un murmuro -sí, ayúdeme por favor.

Me metió en el taxi, y ahí quedé, en el asiento de atrás hecho bola, como si fuera un puto costal que el chofer tuviera que entregar en algún lado. Y realmente eso parecía, porque nada más me preguntó a dónde iba, y el cabrón metió el acelerador hasta el fondo, como si después de 30 minutos le fuera a salir gratis a mi vieja, que seguramente me esperaba intranquila en casa.

Nada. Los semáforos le valían verga al cabrón conductor, que no se detenía ni para seguir mis instrucciones.

-Por aquí no es- le decía.

-Ahorita nos inventamos un atajo, jefe- decía el muy cabrón.

Así fue todo el camino. Él con los cachetes volando como los de esos güeyes que se suben a la montaña rusa, y yo cada vez más hecho bolita.

-¡Madres!- dije cuando vi que un microbús se atravesó. Y “¡madres!”, volví a decir cuando desperté y me di cuenta de que estaba en un pinche hospital, enyesado de pies a cabeza.

Empecé a balbucear cosas sin sentido, creo, porque de inmediato se apareció una enfermera (que para nada se parecía a Sharon Stone) que me puso una pluma en la mano izquierda y sostuvo amablemente un cuaderno enfrente, donde escribí todas estas pendejadas.

¿Por qué me gritan gorda?

-¿Por qué me gritan gorda? –me preguntó una gorda que estaba sentada al lado mío bebiendo su octava o novena cerveza-. No es que crea que estoy muy esbelta, pero no tienen por qué recordármelo todo el tiempo, ¿o sí?

Volteé a mirarla. Sus carnes se escurrían por todos lados. Aquello definitivamente no era humano.

-Cuando voy por la calle –siguió- se ríen de mí, me avientan comida, me insultan. Todo el tiempo es así. Jamás hacen una pausa. Es igual desde que tengo memoria.

No dejé de mirarla. Era casi como si una voz dentro de ella, algo que se había comido, estuviera hablando.

-¡¿Por qué lo hacen?! Ni siquiera me dan una oportunidad para demostrarles que soy más que una gorda –lloriqueó la mujer, la gorda gorda mujer, y pidió su siguiente cerveza. Y yo también pedí otra.-

-¡Salud! –le dije, pero ella siguió llorando.

-Pero no puedo hacer nada. La depresión me impulsa a comer más… y a beber más. Además, ¿a quién quiero engañar? Probablemente moriría antes de quitarme todos estos kilos de encima.

-Tal vez puedas sacar provecho de tu estado –traté de animarla.

-¿Sí? ¿De qué forma?

-Puedes ganar millones trabajando en algún circo famoso, o en el porno o en la televisión.

Volvió al llanto. Pidió una cerveza más y yo también. Le di unas palmaditas a mi barriga, y luego vacié la botella de un sorbo.

-Yo te encuentro atractiva –le dije a la gorda.

Dejó de llorar por unos instantes, sólo para llenar sus pulmones y después incrementar el volumen de su llanto.

-En serio. Me parece que tienes unas lindas piernas.

-¿También te burlas de mí? –contestó, bajándose la falda hasta los tobillos.

Le respondí con un beso en la mejilla. Uno de los mejores besos en la mejilla que he dado en mi vida. Le pedí dos cervezas al cantinero, y le puse a la gorda una en sus manos.

-¡Salud! –le dije, pero ella seguía consternada, examinando la cerveza que le había dado.

-¿Por qué me gritan gorda? –repitió, y por primera vez le vi los ojos. Unos ojos hermosos, envueltos en capas y capas de cachete y papada.

-No he visto que nadie te grite gorda.

-Aquí no. Todos son unos borrachos decrépitos.

-¿Te parezco un borracho decrépito?

-No. Tú no. Tú pareces diferente.

-No lo soy. Soy tan borracho como todos ellos, o como tú.

-Yo no soy ninguna borracha.

-Llevas unas 13 cervezas, viniste sola y estás hablando con un extraño. Eso solamente lo hace un borracho.

Se recostó sobre la barra y dejó salir nuevas lágrimas. Yo me tomé otra cerveza, mientras tanto.

-Vamos, no es tan malo. En estos lugares se conoce a mucha gente agradable. Gente que no te grita gorda o manco o idiota, porque cada uno tiene sus propios problemas.

-¿Cuál es el tuyo?

-Yo no tengo problemas.

-Ah, ¿no? ¿Entonces por qué vienes?

-Me gusta la cerveza y la buena charla.

Seguimos bebiendo. Una cerveza y otra y otra. No hablamos más. Pedí un par de cervezas para el camino, y pagué la cuenta de ambos. La tomé del brazo y bailamos una canción. Después nos fuimos.

Tuvimos sexo. Probablemente el mejor sexo que he tenido en mi vida con una gorda. Le ofrecí una de las cervezas que había pedido antes de salir del bar, y tomé la otra.

-¡Salud! –me dijo.

Nos despedimos y cada uno tomó su camino, en sentidos opuestos. La seguí con la vista, hasta que se volvió un pequeño punto en el horizonte.

Mientras se alejaba, alcancé a escuchar que alguien le gritaba “maldita gorda”.

Tom y Jerry

Después que tomo una cerveza, tomo otra y otra, y luego una más. Abro el periódico en las historietas. Los monitos se mueven de un lado a otro, se corretean. Pinche Tom jamás va a poder atrapar a todos esos Jerrys que pasean por la página, así que mejor lo vuelvo a cerrar para matarlos a todos de una buena vez. Me debes una Tom.

Como puedo me levanto del sillón porque el méndigo también se mueve mucho. Toda la maldita casa se tambalea. Y se ríe.

Tocan a la puerta. Es Mercedes.

-¿Otra vez pedo?

-Cállate y házme algo de comer puta.

Se pone como loca y me caga toda la casa. Después se va. No entiendo una sola palabra de lo que dice. Pinche complejo de Jerry que tienen las viejas.

Otra vez solo.

Más cervezas.

Y yo ahí parado a la mitad de todo eso, esperando que un coño menos aguafiestas entre por la puerta.

Tocan de nuevo. Es Mercedes.

-Puta tu madre.

Y se va.

Que yo supiera mi mamá no había sido puta jamás, pero quién sabe, la economía en casa siempre anduvo tambaleante, como la casa ahora.

Me pongo a manejar por la sala. El corvette nunca me ha fallado, pero nunca lo encuentro por las mañanas.

Sigo esperando ese jugoso coñito para insertarle unos cuantos deditos. No muchos, solamente tres o cuatro. Pero no llega.

Le hablo por teléfono a Mercedes.

-...

No entiendo de nuevo.

-...

-Ven, quiero meterte unos deditos puta.

Y luego un chillido agudo que desaparece cuando alejo el auricular.

Pasa el tiempo, porque normalmente pasa, no porque me de cuenta.

Tocan a la puerta. Es un tipo enorme, o dos, o tres, no sé. Y Mercedes detrás.

Golpes. Muchos golpes. Mi cara rechina. El suelo rechina. Mercedes rechina.

Se van.

Otra vez solo.

Voy por una cerveza. Sabe a sangre. Realmente necesito un coño.

Hay Jerrys por todos lados, y no alcanzo a ninguno. Se mofan de mí. Rompo una botella vacía de cerveza y le doy en la madre a uno de los Jerrys. El resto huye. Se esconden en las páginas del diario, otros en los huecos de la pared.

Se llevan mis cervezas. Estoy contigo Tom.

La potranca

Yo le dije potranca y ella me dijo joto. Traté de explicarle que yo no era ningún joto. Me la cogí incluso. Pero sólo repitió: joto, joto, joto. No es que yo fuera de los que tienen el pito grande, pero eso no me hacía de ninguna forma joto.

La primera vez que me lo vio se rió durante horas, o unos cuantos segundos, pero la humillación fue la misma. Yo le dije ni que estuvieras tan buena, pero lo único que logré es que se fuera encabronada.

Después de eso, cuando volví a llamarla, me preguntó si ya me había crecido.

- Como dos centímetros - le dije- solamente por pensar en ti.

Llegó a mi casa y me la cogí como nunca me había cogido a nadie. Mientras más se excitaba, más relinchaba como caballo. Por eso le dije potranca.

Todo el día me siguió diciendo joto, y cuando salimos a la calle también le dijo a todo el mundo que yo era joto.

Se obsesionó con ello. Al cabo de unas semanas la pared de mi casa tenía escrita la palabra, mi auto igualmente, me empezaron a llamar por teléfono varios hombres que querían coger conmigo. Se salió de control completamente.

Saqué el cinturón con la hebilla más grande que tenía y me lo puse, me enfundé las botas vaqueras de mi abuelo, y salí rumbo a la casa de mi difamadora.

La gente no se cansaba de mirarme, y es que se habían dicho muchas cosas acerca de mí. Que si tenía este fetiche, que si tenía tal otro. Me arrepentí de haberme puesto las botas.

Cuando llegué los relinchos se oían hasta afuera. Me dijo que estaba cogiendo con un hombre de verdad y cerró la puerta.

Al otro día me despertó una muchedumbre que me aclamaba fuera de mi casa. Al asomarme por la ventana estallaron en aplausos y porras. Algunos traían pancartas que decían "igualdad para la comunidad gay" o "ya no cabemos en el clóset".

Me pidieron que diera un discurso, que les contara el secreto para no temer al qué dirán.

Tuve que hablar.

- No soy joto, pero los apoyo.

Fue lo único que se me ocurrió. Primero enmudecieron. Después comenzó la rechifla, y al cabo de un rato me gritaron fascista y destruyeron mi auto, la fachada de mi casa y rompieron todas las ventanas, hasta que, tras una larga serie de insultos, por fin se fueron.

- Has ido muy lejos, potranca - le dije por teléfono.

- ¿Ya te creció?

- Sí, pero no es más para ti.

Me pidió que me dejara puestas las botas, y cogimos como nunca. Sus relinchos retumbaron en toda la cuadra, que se vio invadida por una turba de personas furibundas que gritaban y escribían en mis paredes "abajo la zoofilia, los animales no tienen la culpa”.

Sin condón

Ni madres. Ni un sólo condón en los bolsillos, ni en la cartera, ni en la guantera del coche. Pero bueno, qué se le iba a hacer, total la cachorra se veía rete sana, y chamacos me sobraban esparcidos por todo el D.F., así que tendría que ser de “a raiz”.

Nomás la cosa era ver si ella pensaba lo mismo sobre la posibilidad de empanzonarse nueve meses.

-¡Nel, sin condón ni un mameluco! –me dijo.

-No te preocupes –contesté-, orita nos paramos en cualquier farmacia y compro unos diez.

El pedo es que no traía dinero más que para el hotel, y eso si nos íbamos a uno de los baratitos del Centro.

Estuve a punto de decirle “¿qué prefieres: condón o cama?”, pero mejor le dije “mira ahí está el Wal-Mart, deja voy por unos ‘condominios’”.

Y así lo hice. Estacioné el carro y me bajé en chinga dizque a comprar “gorritos”, pero en realidad cuando me le perdí de vista a la cachorra, me dirigí a los basureros a ver si de pura chiripa me encontraba alguno que, tras una buena lavada, aguantara un segundo round.

Pero nada, ni un cochino condón. Y la gente nomás se me quedaba viendo: un ejecutivo bien trajeadito y toda la cosa husmeando en la basura como perro hambriento. Hambriento estaba, sí, pero no de huesos ni sobras, sino de las carnes de aquella cachorra que seguía esperándome en el auto.

Entre los desperdicios de la tienda me topé con una bolsita de cacahuates japoneses, y recordé los chistes de la secu sobre usar dicho envoltorio, pero no, en la vida real sería probablemente muy doloroso y poco placentero. Así que deseché la idea.

Sin embargo, se me iluminó la vista cuando vi a un payasito de esos que hacen figuras con globos. Pensé “a huevo, un globo es justo lo que necesito”.

Me le acerqué al simpático personaje y le dije que si me podía regalar uno de sus instrumentos de trabajo.

-¡Claro que sí, amiguito, juá juá juá! ¿De qué color? juá juá juá –me dijo.

-No sé... morado –le respondí.

-Tómalo, juá juá juá.

Ya tenía protección, pero ahora necesitaba algo que lo lubricara un poco, o si no... Así que volví al basurero y comencé a registrar todo en busca de quizá un poco de Vitacilina o Baycuten, pero nada... hasta que de pronto apareció ante mis ojos un botecito de crema... de crema ácida Lala.

Metí el globo y la crema en una bolsa del súper, y me regresé de volada al coche, donde la cachorra me esperaba con hartas ganas de ponerle cuanto antes.

Me encarreré hacia el Centro, y para cuando me di cuenta ya estábamos los dos bien encamados y sin ropa, en la habitación 304 del Hotel El Rinconcito.

-¡Verga, ¿dónde dejé la bolsa del súper?! –pensé mientras la cachorra se daba vuelo con mi entrepierna. Tratando de ser discreto miré hacia todos lados hasta que la encontré al pie de la cama.

-Ya métemela –me dijo ella, con la voz más cachonda que haya oído en toda mi vida.

-Pérame tantito –le dije-, deja nomás me pongo el condón.

Tomé la bolsa del súper, saqué el globito sin que ella se diera cuenta, y luego lo embadurné de crema ácida Lala. Pero el problema fue al ponérmelo. “Pinches globos de payaso son rete chiquitos”, pensé.

-¿Qué pasa? –me dijo cuando notó que estaba batallando más de la cuenta.

-Nada. Es que no me quedaba este condón, pero ya estuvo –le contesté cuando por fin pude introducir mi miembro en el violáceo recipiente, que bien pudo haber terminado sus días siendo la nariz de Barney el dinosaurio, y no el receptáculo de mi esperma-. Es que no había extra large –añadí.

Ahora sí, me subí en ella, y dejé que el instinto más básico del hombre trabajara por sí mismo. Ya una vez adentro, me percaté de que lo único que sentía era un fuerte dolor en mi pene, que se encontraba absolutamente aprisionado entre las angostas paredes de hule morado. Eso sí, la crema había cumplido muy bien su objetivo, haciendo que la entrepierna de mi acompañante más se pareciera a una ensalada que a una vagina.

Yo, por mi parte, ni siquiera me pude venir así que, una vez saciada la cachorra, me encargué de fingir el resto.

-¡Qué delicia! –me dijo-. ¿Nos echamos otro?

Tan sólo agaché la vista, y traté de darle ánimos a mi pene, el que aún no recuperaba su anchura natural.